Hay días en los que me
gustaría desaparecer, irme lejos sin darme la vuelta y pensar en lo que dejo y
podría perder. Días en los que lo dejaría todo por algo, o tal vez por nada.
Días que pasan lentos y amargos, días sin ilusión, sin magia. Y que el tiempo
se pare, que se congele el reloj de arena que tanto miedo me daba tirar. Porque
eso es lo que me impide abandonar mi vida, el miedo. Ese miedo que incuba en lo
más hondo de todos los corazones que hay sobre la faz de la tierra. El miedo a
ser lo que no quieren que seas, el miedo a equivocarte y caer al suelo, el
miedo a no saber si volverás a subir.
Hay quien dice que lo bueno de tocar fondo es
que ya no puedes caer más, sino subir, pero ¿Y si he llegado al fondo con una
piedra de una tonelada agarrada a mi pie? Entonces ¿Cómo subo? Quizá en ese
fondo haya otro que aún no se ha descubierto, quizá ese no es mi fondo, sino el
de otro ¿Cómo narices sé qué ya no caeré más? ¿Y si de repente viene alguien y
rompe mis esquemas? ¿Y si vuelvo a caer?
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